Cómo no sentirme orgulloso de obtener el título de campeón ad honórem en la competencia de automovilismo que se realizaba anualmente en la gran ciudad. El espectáculo era alucinante: vehículos potentes adecuados para competencias de alta velocidad, muchas mujeres hemosas y entusiastas que engalanaban el escenario; música, luces, comida y bebida; toda una parafernalia de fiesta y emoción. Allí estábamos los mejores —eso creía yo—.
El evento comenzó muy temprano y mientras esperábamos la orden de partida tuve tiempo de disfrutar de la magia del amanecer; el sol abriéndose paso entre las colinas y desplazando con su presencia a la frescura de la noche; el canto de las aves; el aroma del campo y sus mil colores. Y lo mejor: la sonrisa tierna y enloquecedora de de una jovencita que acompañaba a su novio, quien también estaba listo en el punto de partida. Esa niña era hermosa y misteriosa, me estaba desconcentrando, al verla pasaron muchos pensamientos por mi mente; soñé que ganaría la carrera y que me la llevaría a ella conmigo para celebrar mi triunfo...
El encargado de dar la partida pidió silencio a la audiencia y nos advirtió a los competidores para que nos preparáramos. Solo se escuchaba el rugir de las potentes naves. Y entonces, el sonido fuerte y seco de un disparo activó la orgía de adrenalina. Delante de mí se pusieron varios coches —parecían volar. A mis costados otros tantos apuraban el paso, y, a través del retrovisor, pude ver una imparable turba de vehículos que parecía querer aplastarme. ¡Vaya momentos de tensión! Mi auto alcanzó su máxima velocidad; la dirección vibraba, el motor hervía y rugía como si fuese a estallar, las agujas de instrumentos alcanzaron el umbral. En mi mente solo estaba fija la idea de llegar en primer lugar a la meta. Nada a mi alrededor tenía forma clara, todo estaba en blanco y negro. Lo único que veía “con lucidez" era el rostro tierno y encantador de esa niña, con su pícara y adorable sonrisa solo para mí; y que además parecía decirme: tu vas a ganar.
Después de un alucinante y tenso ciclo de más de veinte vueltas a la pista de veinticinco kilómetros, solo algunos de los competidores continuábamos en disputa. Al primer lugar iba un niño caribonito conduciendo una nave de las mejores, en segundo lugar estaba una dama, la única dama que participaba en la competencia, y, al tercer lugar, estaba yo en mi destartalado proyectil. Sabía que ganaría la carrera, estaba convencido de ello. En los últimos cincuenta kilómetros la tensión aumentó, corrimos palmo a palmo intercambiando posiciones en fiera lucha. Al llegar a la curva sin peralte, que precedía a una prolongada recta para llegar a la meta, apreté el acelerador a fondo sin ningún temor; en ese momento me dije: el triunfo será mío , y ella, esa hermosa criatura también lo será. Tuve entonces la sensación mas hermosa de mi vida: sentí el placer del triunfo, la seguridad del campeón, la satisfacción de obtener lo que quería. Y mi corazón explotó de júbilo soñando con su amor...
No sé quienes lograron cruzar la meta, quién ganó, ni cómo terminó la fiesta. Al finalizar la curva sin peralte yace una cruz con mi nombre y el título: “campeón ad honórem". Ella, mi dulce niña, visita el lugar de vez en cuando y lo adorna con bellas flores, deja caer algunas lágrimas y me regala su hermosa sonrisa.