sábado, 13 de mayo de 2017
Elías
En imperioso galopar y aferrado a su caballo cruzaba el temible Elías la arboleda que atraviesa el cementerio. Ebrio, casi sin sentido, confiaba en que “Caín” lo llevaría a casa. La noche era fría, sin luna ni estrellas. Retumbaban el golpe de los cascos y el ruido de las ramas que rompían a su paso. Caín llevaba los ojos muy abiertos y las crines paradas, estaba temblando; Elías luchaba por no caer. “Se escuchaba la risa burlona de una mujer”.
De pronto, la figura femenina se cruzó en su camino e hizo un ademán con la mano para que se detuvieran. Sin pensarlo, arrogante y valiente, Elías templó las riendas al macho.
—¿Adónde vas, amado hombre? —preguntó ella—
—A casa, maldita bruja, apártate —respondió él enojado—
—No sigas adelante, Elías, quédate conmigo esta
noche —continuó ella—. Y extendió su
mano para tocarlo.
Elías sintió que una serpiente se enroscaba en
su cuerpo, y se reía, y que de ella emanaba un perfume raro. ¡Jamás tuvo tanto
miedo! Soltó las riendas y clavó las espuelas al caballo. Galoparon durante dos
horas perdidos y sin parar ni mirar atrás hasta que encontraron la ruta que
llevaba al rancho. Casi amanecía pero el sol no asomaba y apenas sí se
escuchaba el canto de los pájaros. Faltaba poco para llegar a casa, entonces los
dos se relajaron. Se toparon con algunos campesinos que caminaban por el lugar con
destino a su trabajo, y la voz de una viejecita llamó su atención:
—¿Qué pasa, Elías, por qué estás tan pálido?
—Encontré en mi camino a una bruja y pasé un gran
susto —respondió él—
—Son tonterías muchacho, no
creas en esas cosas, tranquilízate y toma mi mano —repuntó ella—. Y de nuevo se escuchó aquella
risa burlona, y se esparció el asqueroso aroma, y una enorme serpiente los
abrazó hasta asfixiarlos…
Cerca de la casa de Elías yacen dos cruces y un
epitafio: “Aquí murió de miedo el temible Elías junto con Caín su caballo”.
Andantte.
Bellaco
Acaso adormecida
la consciencia
cierra los ojos
e impide al
hombre rehusar
al perverso
pensamiento.
Cuando la
enajenada condena
invoca un
instinto salvaje
al escenario
de trama
dantesca.
La razón
abandona...
Frágiles
sentimientos
transmutan
en intenso
dolor.
Y ataca
el fiero león...
Rompe con sus
garras la carne,
tritura los
huesos.
Y la sevicia
que otorga el
falso poder
ostenta grandeza
de invencible
guerrero.
«¡Ah, valiente
verdugo!
Imparable es su
fuerza.
Nadie osaría
detenerle».
Ahora la flor no
lo enfrenta,
sangra y
marchita asustada;
anega en llanto
la afrenta.
Ruega en
silencio
que él sacie su
ira,
que la perdone,
que la
comprenda.
“Amainada la
tormenta"
ella recoge sus
pétalos
y extiende al
“Hércules"
su ofrenda.
Purga el odio de
su alma,
finge ser feliz;
saborea de él
su estúpida
vergüenza.
¡Malvado
cobarde!
Podría ser tu
madre,
tu hija,
tu infinita
compañera.
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